El directivo público como gestor del conflicto organizativo

Una organización pública posee elementos “líquidos” que son fundamentales de cara el buen rendimiento de sus resultados. Uno de estos ingredientes líquidos es el del poder. La dimensión de poder y conflicto atiende a la circunstancia que todas las organizaciones públicas son complejas y que todos los empleados públicos (de forma grupal o individual) poseen capacidad de influencia o de poder para intervenir de forma directa o indirecta en los procesos de toma de decisiones. Se está aquí haciendo referencia al poder informal, a personas y grupos que no aparecen en los organigramas y que no poseen un poder formal pero que, en cambio, tienen capacidad de influencia tácita directa o indirecta en la toma de decisiones. Un líder formal, político o profesional, tiene que conocer y entender las redes de poder informales ya que representan el poder real de la organización.

Un directivo público no se puede limitar a dirigir y controlar solo a los responsables formales, sino que tiene que dirigir a la organización real. El enfoque de poder y conflicto tiene como mensaje principal que el poder en una organización pública está distribuido de forma muy plural y que, por ello, posee fuertes tendencias centrífugas que dificultan el buen gobierno de la organización. Lamentablemente esto es así y hay que reconocer que es difícil gobernar las redes informales que persiguen, en muchas ocasiones, objetivos distintos a los institucionales. Pero estas tendencias centrífugas se pueden contrarrestar con fuerzas centrípetas de la mano de una sólida, coherente, integrada y positiva cultura administrativa. La cultura administrativa, si existe, aporta un sentido colectivo de la identidad que implica que todos los empleados se sienten miembros de un colectivo profesional, que forman parte de la institución pública en global. Esta identidad colectiva facilita que, en muchas ocasiones, los actores informales renuncien a sus propios intereses egoístas a favor de los intereses y objetivos globales de la institución. Por este motivo es tan importante que exista una potente cultura administrativa.

La imagen de la organización como un sistema político parte de la diversidad de actores organizativos, así como de la pluralidad de intereses y objetivos y de la distribución del poder entre las distintas unidades e individuos de la organización. Las organizaciones son realidades plurales, son agregados de personas, concepciones, intereses y objetivos. Una organización abarca muchas racionalidades, y la racionalidad está siempre basada en un interés y cambia de acuerdo con la perspectiva desde la que se mira. Podemos afirmar que desde esta perspectiva la racionalidad es siempre política. De esta manera se abandona la idea de la organización unitaria que tenía un solo objetivo o una pluralidad de objetivos compatibles entre sí, en la que sólo una instancia (la directiva) poseía el poder y en la que todos los actores invertían sus energías en la consecución de unos objetivos claros y definidos. El poder es el concepto básico de esta perspectiva de análisis organizativo.

Una de las conclusiones más claras que se deriva de la aplicación del enfoque político de la Teoría de la Organización es la coexistencia de una dualidad organizativa: la configurada por la diferenciación entre la organización formal, definida y sustentada por un diseño organizativo y por las normas, y la organización informal, como resultado de la interacción entre los distintos actores organizativos investidos de algún grado de poder. La organización informal, por su parte, hace referencia a aquellos usos, costumbres y tradiciones que emanan directamente de los grupos sociales.

De la interacción cotidiana entre las personas de un mismo complejo administrativo se originan unas esperanzas, aspiraciones e intereses más o menos comunes que desprenden un efecto aglutinante. La interacción intergrupal genera relaciones, posiciones, cohesiones, antagonismos, estatus y mecanismos de comportamiento propios y originales del grupo social analizado. Desde otra perspectiva, se puede definir a la organización informal como el conjunto de manifestaciones sociales no previstas por la organización formal, de tal modo que la organización real sería el resultado de la interacción entre los niveles organizativos formal e informal. Del mismo modo, lo que se conoce como cultura organizativa es el resultado de la combinación de las pautas formales e informales de la organización. La organización informal tiene sus orígenes en la psicología de los individuos y la naturaleza social de los grupos:

  • El trabajo en una organización requiere la interacción entre las personas; además, el hombre necesita un mínimo de interacción con otros individuos dentro de un sistema informal de relaciones.
  • Las personas tienen unos intereses y unos objetivos propios que puestos en relación con los de otras personas generan esperanzas, aspiraciones e intereses más o menos comunes que configuran grupos más o menos cohesionados.
  • La irreductible tendencia de personas a salvaguardar espacios que, siendo mínimos, proporcionan una autonomía individual.
  • La personalidad y la preparación de las personas pueden franquear las barreras de la rígida asignación de tareas.
  • Generación de vínculos personales entre los individuos derivados de la interacción en la realización del trabajo. Los grupos informales se van originando naturalmente por medio de adhesiones espontáneas entre los individuos. Esta adhesión no sólo se produce por la convergencia de intereses y objetivos técnicos y profesionales sino también por afinidades personales.

Las distintas relaciones de poder, derivadas de los distintos intereses, generan conflicto organizativo. El directivo público debe asumir el rol de gestor del conflicto y debe desplegar unas competencias políticas que son fundamentales de cara al buen desempeño de la organización. Pero hay que destacar en este punto que no solo la organización informal genera lógicas de conflicto sino también la propia dimensión formal. El conflicto es un elemento natural de todas las organizaciones y no hay que tener el convencimiento superficial que el conflicto es negativo. Más bien al contrario, el conflicto es la esencia de la gestión pública y, más en concreto, de la buena gestión.

Los distintos actores formales (y también informales) generan tendencias naturales que generan conflicto. Por ejemplo: ¿cómo es posible que no exista conflicto entre un responsable de un servicio público directo con el interventor (controlador)? Si ambos persiguen con solvencia y con profesionalidad sus propios objetivos el conflicto es inevitable. Si no hay conflicto significa que los dos o uno de los dos no asumen su rol profesional. La ausencia de conflicto indica, en la mayoría de las ocasiones, una gestión profesional deficiente. El primero persigue la máxima flexibilidad para lograr servicios públicos innovadores, eficaces y eficientes. El segundo busca la homogeneización de los procesos para respetar plenamente la legalidad económica formal. Y entre ambos se produce un juego de confrontación, de conflicto que puede dar lugar a un buen rendimiento institucional por partida doble: por una parte alcanzar unos servicios públicos innovadores, eficaces y eficientes y, por otra parte, que este modo de gestión respete plenamente la legalidad aprovechando con sensatez el coeficiente de elasticidad que siempre permite la normativa.

Resulta que con el conflicto se logran y se hacen compatibles dos objetivos que, al principio, parecían contradictorios. Pero en este escenario es crucial el papel que juega el superior jerárquico de los dos protagonistas del conflicto. La función de este superior, de este directivo, consiste precisamente en gestionar este conflicto atendiendo a dos objetivos: a) que el conflicto no se transforme en patológico y estructural; b) evitar que el poder se desequilibre de forma clara y constante en uno de los dos actores. Por una parte, hay que evitar que el conflicto degenere en una tensión de carácter personal prolongada. Cuando la tensión entre dos o más actores llega a su clímax puede cristalizarse a nivel personal de una forma enfermiza: el gran objetivo del responsable del servicio directo es boicotear y hacer la vida imposible al interventor o viceversa. Entonces es cuando el conflicto es claramente negativo y ello se debe a que el directivo superior no ha estado atento a esta degeneración y/o no ha realizado ninguna acción para evitarlo. Forma parte de la rutina de un directivo el estar atento a este tipo de conflictos y forma parte de las competencias atemperar los ánimos, calmar los excesos y explicar que estas tensiones son inevitables e incluso buscadas por la institución y que sus sinergias son positivas. Solo despersonalizando las tensiones y objetivando los logros de estos conflictos se adormecen las pasiones y se canaliza el conflicto de forma positiva.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que el poder tiende a desequilibrarse y la otra función del líder es ir equilibrando de forma constante las distintas fuerzas: si en la lucha siempre gana el interventor vamos a recibir la felicitación de los auditores externos y del tribunal de cuentas, pero las políticas y servicios públicos va a tener gusto a pescado hervido. Si en la lucha siempre gana el responsable de un servicio directo podemos ganar el premio de innovación en gestión pública pero cuando vengan los auditores o el tribunal de cuentas vamos a temblar para que no nos denuncien a la fiscalía. El conflicto solo es útil y genera sinergias positivas a nivel institucional si está equilibrado en términos de poder, y esta es la segunda función del líder. Esta función directiva es, a mi entender crucial de cara a la buena gestión y a la innovación.

Por: Carles Ramió. Presidente de la Asociación de Dirección Pública Profesional y miembro del ITCIP.
Publicado en: ESPUBLICO.COM