La selección de empleados públicos: esbozo de ideas para un (necesario) debate

“Toda organización necesita adherirse a ciertos valores que ha de reafirmar constantemente, en la misma medida que nuestro cuerpo requiere vitaminas y minerales. Debe tener un norte. De lo contrario, se desintegrará y degenerará en confusión y parálisis” (Peter Drucker)

El acceso al empleo público es la puerta de entrada al ejercicio de actividades profesionales en puestos de trabajo, ámbitos funcionales o cuerpos y escalas de la Administración Pública y de las entidades de su sector público. Una puerta que solo se debería abrir cabalmente para aquellas personas que hayan acreditado de forma contrastada capacidad y mérito, o si se prefiere mayor talento, en procesos en los que se garantice el principio de igualdad y la libre e igual concurrencia con el resto de candidatos a ingresar en la función pública. No siempre es así, incluso no lo es en muchos casos.

De la mejor o peor forma de llevar a cabo esa selección dependen, al fin y a la postre, los resultados de esos procesos y, en última instancia, el buen funcionamiento y la calidad de los servicios públicos que se deben prestar a la ciudadanía. Mientras esto nadie se lo tome en serio, que no se esperen milagros, pues estos no se producen cuando el “material humano” –como nos recuerda Schumpeter- no es el idóneo. La buena o mala Administración Pública, como institución que es, depende en gran medida de la mejor o peor calidad de las personas que la integran. Una institución, como expresó Emerson, “es la sombra alargada de un hombre”. De ahí que seleccionar los mejores, sean mujeres u hombres, es un reto existencial de primera importancia para el sector público.

Tras unos cuantos años de cierre a cal y canto de las Ofertas de Empleo Público como consecuencia de unas medidas de contención presupuestaria adoptadas –según el discurso oficial- para hacer frente a la crisis fiscal, aparece la luz al final del túnel. Si ya en la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2017 (Ley 3/2017, de 27 de junio) comenzaba un proceso gradual y aún tímido de “descongelación de la Oferta”, por medio de la inclusión de determinadas medidas tales como la tasa adicional de reposición para la estabilización del empleo temporal en determinados sectores, la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2018 (Ley 6/2018, de 3 de julio) amplía esa aplicación de la tasa adicional de reposición para la estabilización del empleo temporal a otros sectores e, incluso, en determinados ámbitos y permite superar el techo de la tasa del cien por ciento, pero aún son –como dice la expresión castellana- “habas contadas” y en buena medida condicionadas a la salud financiera de la entidad pública respectiva

No cabe llamarse a engaño. Las políticas de previsión de efectivos en las Administraciones Públicas y en su sector público siguen marcadas con el fuego de la manida tasa de reposición. Línea de actuación a través de la cual una política presupuestaria restrictiva condiciona cualquier política de recursos humanos en el ámbito público. Un mecanismo disfuncional que, en verdad, nada ahorra. Y, además, la tasa de reposición es –como ya he tratado en otro lugar- viva manifestación de una política que no consigue los objetivos que pretende, pues cerrar las ofertas de empleo con siete llaves (piénsese que las ofertas se ejecutan en los siguientes ejercicios presupuestarios y que las vacantes se cubren normalmente con interinos) solo han logrado empobrecer la prestación de los servicios públicos, precarizar hasta límites insostenibles el empleo público y alcanzar efectos patológicos no queridos; por ejemplo, el envejecimiento acusado de las plantillas y la no captación o incorporación de talento joven, que al ver las puertas de acceso del sector público cerradas ha optado por dirigir sus pasos, en un viaje sin retorno, hacia la carrera profesional en el sector privado.

La capacidad de atracción de la función pública para el talento joven cada día es más limitada. El formato tradicional de pruebas selectivas de acceso a la función pública (de contenido básicamente memorístico, que exige esfuerzos ingentes de aislamiento social y que no tiene otro incentivo que, como dijera el profesor Nieto, “atravesar el Jordán y besar la tierra prometida” de la estabilidad funcionarial), no produce hoy en día vis atractiva –como reconoce Elisa de la Nuez- para los jóvenes millennials de la generación digital, que viajan frecuentemente, hablan idiomas y están abiertos a nuevas tendencias, e inmersos en las tecnologías de la información y de las comunicaciones. O se lleva a cabo una buena política de reclutamiento y se modifican profundamente los sistemas de selección o la Administración Pública tendrá un serio problema si es que quiere incorporar a sus plantillas a los mejores profesionales. La mediocridad de candidatos o la inserción en sus filas de profesionales sin competencias digitales e idiomáticas suficientes no creo que sea lo que necesite precisamente una Administración Pública que estará sometida a fuertes presiones de transformación derivadas del entorno en las próximas décadas.

Una rápida mirada al pasado identifica una suerte de tradición o una cadena de hipotecas que arranca de la supresión (siempre parcial) del sistema de cesantías en el siglo XIX y primeras décadas del XX, momento histórico en el que se entronizó la “oposición” (siempre de marcado carácter memorístico) como la alternativa o solución idónea para evitar que la discrecionalidad se transformara sin solución de continuidad en pura arbitrariedad a la hora de resolver tales procesos selectivos. En todo caso, en pleno siglo XXI España sigue siendo un país preñado de clientelismo. Y eso afecta (y mucho) a la construcción de un sistema eficiente de selección de personas en la Administración Pública, al menos en buena parte de ellas.

Al margen de las hipotecas del pasado, están los condicionamientos mucho más próximos. Mi tesis es que España no ha sabido construir aún, cuarenta años después de aprobada la Constitución de 1978, un modelo de función pública propio de un Estado democrático avanzado. Produce sana envidia observar, por ejemplo, la fortaleza de la institución de función pública o del servicio civil de países con fuerte tradición de descentralización como Canadá o República Federal de Alemania. En el Código de Valores y de Ética del Sector Público de la Administración Federal canadiense se explicitan de forma diáfana las evidentes conexiones que tiene una función pública profesional con el Estado democrático y con la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. En estos términos se recoge esa idea: “Bajo la autoridad del gobierno elegido y en virtud de la ley, los funcionarios federales ejercen un rol fundamental al servicio de la ciudadanía canadiense, las entidades y el interés público. En su condición de profesionales cuyo trabajo es esencial al bienestar de Canadá y a la viabilidad de su democracia, son garantes de la confianza pública” Y así concluye: “Un sector público federal, profesional e imparcial es un elemento clave de nuestra democracia”.

En nuestro caso, por el contrario, la función pública que surge a inicios del sistema constitucional de 1978 seguía muy marcada por el modelo diseñado en el régimen franquista, aunque fuera en su etapa de pretendida apertura (Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964) y recibía buena parte de las herencias (o patologías) de los siglos XIX y XX, entre ellas “la recomendación” (instalada cómodamente en la puerta de atrás de buena parte de los procesos selectivos). La Ley de medidas para la reforma de la función pública de 1984 no pasó de ser un mero remedo para posibilitar que las Comunidades Autónomas pudieran legislar diciendo prácticamente lo mismo que “papá” Estado. El isomorfismo institucional fue una nota evidente en la función pública autonómica de entonces, aunque no pudieron copiar –porque, fruto de su propia historia, sencillamente no se podía trasladar el modelo- la tradición de los cuerpos de élite.

Ya entonces, en esos primeros años de andadura constitucional en los que se alumbró un nuevo sistema institucional del corte descentralizado, se abrieron simas enormes entre los tres niveles de gobierno en lo que a función pública respecta, también en el campo de la selección. No se improvisan fácilmente estructuras profesionales de nuevo cuño y menos aún cuando buena parte del personal, salvo el que procedía de traspasos de servicios del Estado, se seleccionó por medio de contratación temporal (o de nombramientos de interinos), con escasas exigencias de entrada, y posteriormente fue aplantillado a través de procedimientos de acceso “blandos” que fueron desde las pruebas restringidas (“por una sola vez”) hasta los concursos-oposición en los que primaban con fuerte puntuación “la mochila” de puntos (antigüedad) que cada aspirante ponía encima de la mesa. Aún así, en aquel período hubo de todo, pues en algunas Comunidades Autónomas las exigencias de acceso fueron más elevadas o al menos razonables, mientras que en otras los procedimientos de aplantillar personal interino, laboral temporal o contratado administrativamente se convirtieron en la regla. Ahora, treinta años después, vuelve la misma historia. Quien con esos retales piense que se construye el traje de una función pública profesional e imparcial, yerra de plano.

Si determinadas prácticas de clientelismo, amiguismo o nepotismo, arraigaron en algunas Comunidades Autónomas en los primeros años de formación de las estructuras administrativas, mucho más lo hicieron (inclusive, en algunos casos, se ha prolongado hasta nuestros días) en el nivel local de gobierno. Con la excepción de algunas Administraciones locales de grandes dimensiones o de cierto tamaño, los sistemas de acceso a un buen número de empleos públicos locales han estado contaminados por innumerables patologías.

Por eso es muy importante cuando abordamos los procesos de selección diferenciar de qué nivel de gobierno estamos hablando, pues poco o nada tiene que ver el sistema de acceso a la Administración General del Estado (sobre todo a los cuerpos de élite) con el existente en las Comunidades Autónomas y mucho menos, en ambos casos, con el que se practica en la mayor parte de entidades locales. Cabe constatar que tratar de función pública como objeto general, o la selección de empleados públicos como realidad concreta aplicable a todo el empleo público, no deja de ser actualmente un pío deseo.

En efecto, el empleo público en España está hoy en día totalmente fracturado en compartimentos estanco, incomunicados entre sí, con lógicas de funcionamiento dispares y que no se puede reconducir fácilmente a una unidad conceptual, ni menos aún aportar recetas de aplicación general. Este contexto institucional es un límite innegable para llevar a cabo diagnósticos comunes (por lo demás casi imposibles) o soluciones que valgan para cualquier tipo de nivel de gobierno. Hay, eso sí, principios constitucionales de aplicación común (pero con una efectividad completamente distinta según el nivel de gobierno), así como reglas básicas (algunas descafeinadas por el propio principio dispositivo incorporado al EBEP, como certeramente lo calificó Federico Castillo Blanco; y otras más consistentes, aunque de carácter coyuntural recogidas en la legislación presupuestaria). Todos estos principios y reglas son aplicables a todos los niveles de gobierno, pero mediante vías espurias (negociación colectiva) o a través de la simple omisión, apenas se cumplen en algunos casos o en otros incluso se aplican solo parcialmente, una vez edulcorados. Y ello influye en el terreno de la selección de empleados públicos, en el que aparentemente hay unas reglas comunes aplicables en todos los casos, pero en verdad cada entidad pública o incluso cada cuerpo o escala selecciona materialmente con criterios distintos y distantes, así como mediante procedimientos que tienen poco que ver unos con otros en sus aspectos materiales o sustantivos, esto es, en la ejecución de tales procesos (sí aparentemente en los formales).

No profundizaré más en este tema, pero la selección de funcionarios o empleados públicos, tanto en su concepción formal como en su aplicación sustantiva, es en estos momentos en España de geometría variable. Nada tienen que ver las pruebas selectivas de acceso a cuerpos de élite del Estado, donde no hay fase de concurso (son “oposiciones libres”, con exigentes temarios que absurdamente vuelven a examinar a los candidatos de aquellos conocimientos que ya acreditaron en sus estudios universitarios, largos y sacrificados períodos de preparación memorística, y contenidos muy diferentes en función del cuerpo al que se pretenda acceder), con el acceso que se ha producido a la alta función pública de las Comunidades Autónomas y de los entes locales, en el que las exigencias son menores y, en no pocos casos, tienen un formato de concurso-oposición que busca, de forma no expresa, “aplantillar” personal interino o laboral temporal. La tasa de reposición adicional para estabilización del empleo temporal va en esa línea. Y esta tasa adicional se aplica, por regla general, en el empleo público autonómico, foral o en el local. Habrá que esperar que esas convocatorias “especiales” de estabilización pasen para establecer procesos selectivos dirigidos exclusivamente a la captación de talento. ¿Será tarde? Lo veremos en poco tiempo.

Con ello no estoy diciendo que el modelo de acceso a través de pruebas selectivas que tienen los cuerpos de élite sea el adecuado, ni mucho menos. Su obsolescencia es evidente. Es un modelo antiguo y atomizado en su diseño, caduco en su ejecución y muy distante de cómo se seleccionan altos funcionarios en las democracias avanzadas. Además privilegia a personas que proceden de determinados estratos sociales, con una permeabilidad territorial muy baja. En este país, el absurdo peso de los temarios (el número de temas) ha sido siempre determinante para jerarquizar a los cuerpos y a su pretendido prestigio social. Una tradición antigua, que carece hoy en día de cualquier fundamento racional y objetivo. Pero las cosas son como son. Y siguen siendo así.

En esa línea, interesa destacar la completa inadecuación actual de tales sistemas de selección de empleados públicos si lo que se quiere realmente es captar talento joven e incorporarlo a una Administración Pública inmersa en un proceso de transformación que, en poco más de diez años, cambiará radicalmente su faz, sus funciones y tareas, así como los perfiles de sus puestos de trabajo. No cabe duda que hay que invertir mucho en introducir la innovación en el diseño y ejecución de las pruebas selectivas de acceso al empleo público. Repensar la selección de empleados públicos requiere de forma inexorable tratar los retos que deberá afrontar la Administración Pública en los próximos doce años. Colocarnos en un escenario de 2030 puede ser un buen punto para percibir que el sector público que entonces tendrá este país será distinto y distante, cualitativa y cuantitativamente hablando, del que tenemos hoy en día.

En primer lugar, está el constatable y creciente envejecimiento de plantillas en las Administraciones Públicas, que resulta ser un reto importante por lo que implica de relevo generacional, de gestión de conocimiento y de captación de talento joven, pero que a su vez es una ventana de oportunidad para afrontar ese cambio cualitativo de perfiles de puestos de trabajo que necesitará la Administración Pública en los próximos diez o quince años. La selección de empleados públicos del futuro estará marcada por la evolución del empleo y sobre todo por los nuevos perfiles profesionales que se exijan en los próximos diez o quince años (muy distantes, por cierto, a esos perfiles burocrático-tramitadores que pueblan hoy en día nuestro sector público y que están llamados a desaparecer gradualmente con el desarrollo de la digitalización, la automatización y la Inteligencia Artificial). Una tendencia que además estará influida de forma determinante por la volatilidad de las tareas y por la más que previsible reducción del tamaño de las Administraciones Públicas, al menos en algunos de sus ámbitos o esferas tradicionales. La pregunta que cabe hacerse es obvia: ¿Alguna Administración Pública está pensando estratégicamente en esas cuestiones a la hora de definir su Oferta de Empleo Público y rediseñar sus procesos selectivos actuales y futuros? La respuesta ya la conocen.

[1] Este Post es una versión resumida y retocada de algunos pasajes de la Presentación del Estudio Introductorio que lleva por título: “Repensar la selección de empleados públicos: momento actual y retos de futuro”, que será publicado el próximo mes de septiembre en el número monográfico de la Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas(RVOP, editada por el Instituto Vasco de Administración Pública) sobre Repensar la selección de empleados públicos. En ese número monográfico colaboran también un elenco de profesionales cualificados en materia de recursos humanos (Xavier Boltaina, Javier Cuenca, Elisa de la Nuez, Manuel Férez, Jorge Fondevila, Mikel Gorriti, Clara Mapelli, Joan Mauri, Carlos Ramió y Miquel Salvador), con diferentes contribuciones de innegable interés sobre diferentes aspectos de ese tema. La RVOP se edita en papel y en abierto.
 

Por: Rafael Jiménez Asensio. Consultor, formador, jurista y profesor universitario
Publicado en: La Mirada Institucional